viernes, 3 de agosto de 2018

Un fin de semana normal

Tres momentos de un fin de semana normal y sin pretensiones, que inconectos son anecdóticos, pero que en el fondo, como todo, terminan por unirse y contar una sola historia. Viernes: A las seis de la tarde y buscando, dimos con el aviso rústico de la fachada de “El Monasterio”, después de pasarnos hasta el parque de Santa Elena, que aprovechamos para comprarnos un par de empanadas con café en leche en vaso desechable. Según las indicaciones de un muchacho y aprovechando la queridura de esta gente, nos regresamos unos cincuenta metros y encontramos el lugar al que veníamos en un principio, animados por una cuña radial de esas que ya no hacen y que te hacen sentir que estás sentado en un lugar mágico y casi hueles lo que te van a servir. La imaginación traiciona y te esperas algo opulento desde afuera, pero el pantano y la falta de frente te hace dudar de entrar y piensas que caíste de nuevo en el juego de la publicidad que te creías que ya conocías, y hasta te llega a dar algo de íntima desilusión que no compartes por pura cortesía. Al fin, y sabiendo que no hay de otra, entras. La primera impresión fue de que el sitio se traía algo, que superaba los intentos de crear un aire medieval, con luces indirectas apuntando a los indefinidos techos, que pintaban una penumbra a la que uno en la ciudad ya se desacostumbró, y que apenas dejaban atisbar la madera rústica de las mesas y unos avisos hechos con algo parecido al pergamino, a mano, intentando verse antiguos con las tipografías viejas y adornadas interrumpidas de tanto en tanto por una corrección con LiquidPaper que trataba de ignorar para no romper el encanto. El sitio es pequeño, estaba apenas abriendo, lo que nos dejaba un espacio íntimo que se dejó poseer sin prisa. Poco le pides a un lugar como este y es que te permita creerle, que te deje entrar en su cuento y se deje oír, que trate de no interrumpirte y que eso que comenzó más o menos bien y que va mejorando, no se caiga y te deje con un sabor a nada. Con el pasar de los minutos y alumbrando la carta con la vela, casi entendí lo difícil que eran algunas cosas simples como leer en la noche en esas épocas que trataba de evocar. Carolina es una señorita de presencia leve y silenciosa, de hablar pausado y de actuar meditativo. Nos extendió las cartas, nos encendió la vela de la botella y nos explicó un par de cosas que preguntamos sobre los platos, con la siempre bien recibida recomendación de su muy personal punto de vista. Las pizzas se hornean completamente aquí, cosa que respalda el hecho de que El Monasterio nació como una panadería artesanal. Los ingredientes son locales, los champiñones llegan como unos brotes blancos, grandes y hermosos, dice Carolina casi viéndolos en la oscuridad, el queso que usamos es de búfala, nos cuenta Carolina casi con devoción pero con la distancia y la tranquilidad que parece gobernar su alma. Sólo preguntando se llega a las razones de alguien que como ella no pretende contarlo todo pero que no se guarda nada a quien quiere saber. Y así supimos que es graduada de cine en Argentina, que trabajó dos años en Bogotá en producción de televisión diseñando sets, corriendo, montando y desmontando hasta tarde en la noche, sólo para seguir corriendo, diseñando el set del siguiente día, imprimiendo, llegando más temprano y yéndose más tarde. Unos días de vacaciones donde una amiga que vivía en Santa Elena y la no cumplida promesa de un contrato nuevo en Bogotá, llevaron a esta niña a replantearse si de verdad quería regresar o si, como finalmente ocurrió, cambiaría un mundo borroso y veloz lleno de retos y competencias, de gente famosa y vértigo, por una casi absurda calma, por unos días que amanecen cuando sale el sol y anochecen cuando las estrellas alumbran (porque aquí las estrellas se ven y realmente iluminan), cambiar el taxi, el carro o el Transmilenio, las fechas y las horas límite, por los largos días escuchando el rumor de la gente que conversa sin prisa en el parque de Santa Elena mientras ella espera que alguien quiera comprar los quesos de búfala. Si, los quesos de búfala. De El Monasterio me llevo un sabor completo, de clima frío, de penumbra, de horno, de chocolate caliente, aromática de flor de Jamaica, vino caliente y café negro. Me llevo la paz de ver a Carolina sentada con su espalda recta y sus manos apoyadas en las rodillas esperando que el pan salga del horno, mirando más para adentro que para afuera. Me llevo el olor de todo junto y sobre todo la deliciosa sensación de que en cualquier momento todo puede cambiar. Domingo: Salimos a trotar en la mañana, bajamos temprano al estadio aprovechando una poco común mañana nublada y fresca en estos tiempos de sol. Llevamos a nuestra perra a correr con nosotros y una improvisada tira de tela sirvió para compensar la falta de disciplina y mantenerla al lado nuestro, en el camino. Le dimos unas cinco vueltas al estadio y al final me percaté embelesado de la cantidad de gente que hace aeróbicos los domingos, sincronizados, como un grupo entrenado que seguía casi instintivamente los pasos que dictaba el guía con su parlante, gente de todos los tamaños, de esa normal, distintos unos de otros, no como la gente que sabe uno que va todos los días a los gimnasios, que son más parecidos entre ellos. Casi sin mirar, como un solo organismo vivo, moviéndose al tiempo con los complicados pasos que nunca pude entender, como una bandada de palomas que giran al tiempo en medio del vuelo y sin aviso. De regreso tomamos el sendero al lado izquierdo de la canalización, junto a la villa deportiva, nos gusta porque aunque es estrecho, no hay carros cerca y tiene más sombra. Abajo en la canalización, a la derecha de la quebrada, un par de gallinazos picoteaban lo que al principio me imaginé que era un animalito muerto, algún perro que no alcanzó a pasar la calle y que terminó tirado y sin dolientes. A medida que nos acercábamos lo que pensé y quise pensar que era un perrito fue tomando otra forma, y aunque traté de imaginar otra cosa, no había duda de que era un brazo humano, completo, desmembrado desde el hombro, pálido. Le asomaba un gran hueso blanco. El picotear de los gallinazos hacía que su mano se moviera. Era extraño. Muy bizarro. Sobre todo el hecho de que nadie parecía percatarse de que había un brazo de alguien al lado de un bulto negro que no quería suponer qué contenía. Un pedazo de alguien en medio de un domingo repleto de gente que sale con su familia a hacer deporte, a correr, a montar en bicicleta, a vivir. Es una cosa extraña que le recuerda a uno que aún vive donde vive, que trae como un flash imágenes que se fueron diluyendo en el agua del tiempo, de violencia cercana, de tiros, de gritos y persecuciones, de detonaciones que alcanzabas a ignorar, de un presente que uno cree pasado. La angustia de creerse el único testigo se disipó cuando vimos a unos muchachos llegar al lugar con dos policías, de los que cuidan que la gente no corra mucho en la bicicleta, que fueron, como todos nosotros, a un domingo normal en al ciclovía. Lunes festivo: Después de un día en casa, decidimos conocer el Museo Casa de la Memoria, una tarea pendiente desde hace tiempo. Manejar en el centro es una tarea que no quieres tener como costumbre, pero un día feriado es muy diferente, aunque no deja de haber más congestión que en cualquier otra parte, sobre todo subiendo por la avenida La Playa hacia el Teatro Pablo Tobón Uribe. Llegamos al museo y lo primero era parquear, y como no vimos un espacio del museo para eso, dejamos el carro en una celda disponible que había en la calle contigua y que parecía pertenecer a una urbanización que queda a todo el frente del museo. Nos bajamos y caminamos por los espacios diseñados para la contemplación de un tema que nos resulta difícil pero que precisamente es la razón de la existencia del museo. Recordar, no olvidar, darle nombre a los que han muerto en los años en los que la violencia fue una gran constructora de nuestra idea de realidad, recordar que detrás de cada muerto hay un nombre, detrás de cada nombre una historia y detrás de cada historia hay gente que no murió y que mantiene vivo el dolor. Al lado de la rampa que lleva al ingreso del museo hay unos tótems de aluminio, con forma de lápiz labial gigante, que comienzan a hablar apenas te acercas, y una voz grabada de alguien que tuvo una pérdida te cuenta su historia, y es entonces que las cifras se vuelven gente, y esa manera distante en que te relacionabas con la violencia se empieza a sentir más de acá, más posible, más humana, más tangible. Venimos porque queremos entenderlo así, de esta manera, queremos hacer la tarea de verlo en perspectiva, en esa perspectiva que permite que las cosas absurdas tengan sentido, entenderlo todo como parte de un proceso que se vivió y que es necesario revisar. Nos acercamos a la entrada pero vemos la gran puerta negra cerrarse. Preguntamos a un vigilante empleado del museo y nos indica que el museo acaba de terminar jornada, que los domingos y festivos solo hay atención hasta las 5 p.m. Aprovechamos para preguntarle sobre los horarios en semana y si el museo tiene parqueadero. Nos dice que hay un espacio del museo destinado al parqueo de los carros, pero que no es vigilado, que el museo lo pone a disposición de la gente pero no se hace responsable. No hay problema, le decimos, y nos da un parte de tranquilidad, por aquí en todo caso esto es muy seguro, dice, los mismos muchachos de por acá cuidan a la gente que viene, ¿si me entiende? Si alguien roba un carro le va mal. Ah pero qué bueno, le digo. Sí, es la dinámica de la ciudad, me responde. Es ahí cuando, como cuando te encuentras un brazo un domingo en la mañana, que te das cuenta de que sigues viviendo en el mismo lugar, que se redefine, pero que aún siente como avanzan corrientes gigantes aguas abajo, Medellín es un lugar que aún es muy gobernado por fuerzas con las que no te quieres encontrar, que crean un peligroso e inestable equilibrio que en algún momento permitió que nacieran la legitimidad y la vida, más o menos, que permitió que se sucedieran las cosas, que pelecharan ideas, que se crearan lugares como el Museo Casa de la Memoria, que nos entendiéramos como una ciudad diferente a la que conocimos de niños, que la infraestructura avanzara, que fueran posibles lugares como El Monasterio, que Carolina decidiera venir a sembrar su nueva vida en calma, pero que de tanto en tanto pasa una factura recordándote, como decía un sabio amigo, que esa es la dinámica de la ciudad.

martes, 22 de julio de 2014

23 segundos de postre.

Acostumbramos al mirar enfocar un objeto. Y eso nos convierte en perseguidores de objetivos. Las cosas continúan su existencia independientemente de nuestra consciencia de ellas, nos perdemos casi todo lo que pasa, esas escenas anónimas que carecen del desgastante guion con el que queremos contaminar todo. Un dictatorial inicio, nudo y final. Las cosas pasan porque si, y dejan de pasar porque si. Las historias que nos inventamos son un patético intento por dotar de orden el anárquico y eterno suceder y no suceder de las cosas.

jueves, 27 de marzo de 2014

LA MEMORIA INVERSA

La memoria es el único cable que te conecta a este mundo. Vives, amas y sientes con el único secreto objetivo de alimentar tus recuerdos. A veces cuando alguien me reclama un recuerdo que se me escapa, un momento sublime, un lugar… me consuelo pensando que simplemente lo olvidé, cuando la verdad es que no está aquí, no se quedó, no lo viví, nunca ocurrió para mí. Guardo con más fervor mis recuerdos que mi dinero. Trato de mantenerlos en mi mente de la manera más vívida posible, porque es la única manera de engañar al tiempo que se ha creído que las cosas sólo pasan una vez. Es la única manera de engañar a aquellos que creen haberse ido para siempre. La única manera de ir de nuevo y volver inmediatamente. Es más, no suelo tener fantasías, sino recuerdos sexuales. Estando enterrado vivo en una celda de máxima seguridad de la prisión de Baltimore, Hannibal Lecter, rodeado de sádicos malolientes cerraba sus ojos y recorría, con impresionante precisión, caminos entre los bosques lituanos que lo vieron crecer, olía el aceite que sangraban los pinos y sus pies humedecían un poco el frío concreto de la celda cuando a propósito pisaba el arrollo en el que jugaba con Mischa. Una de mis más lastimeras pérdidas es descubrir que me cuesta traer la textura de una piel y la imagen cenital de una mujer a la que el tiempo me quiere arrebatar sumando años y restando nitidez, develando mi truco y cobrándose lo suyo. Memoria y muerte se entrecruzan en caminos inesperados, y después de un tiempo se vuelven amigas sigilosas que conspiran en mi contra.

jueves, 23 de enero de 2014

El último par de zapatos.

Entonces me sorprendo a mi mismo embelesado viendo a alguien saliendo de su casa, y a veces no puedo evitar pensar que podría morirse en un minuto. Y le va a llegar tan de repente, y su ultima cena habrá sido un desayuno de huevos y arepa recalentada. En el colegio no había cancha de fútbol, por lo que salíamos a una cancha publica a seis cuadras del colegio. Una mañana llegando a la cancha vi un tumulto de gente, ya sabia de qué se trataba. Me acerqué como todos hasta el tumulto y me hice un espacio hasta ver un cuerpo al lado de una motico tirada en el suelo. Tenia una sábana encima pero se alcanzaban a ver unas piernas delgadas y muy jóvenes, como de una jovencita. No pude evitar pensar en que hacia unos minutos esa niña ni se lo imaginaba, pero ahora está en el otro mundo. Uno no sabe si la muerte le va a llegar de repente, cualquier momento. Puede pasar. Y nada. Pasa. Nada que hacer. El cuento es cuando la muerte no te visita sin aviso, sino que se hace esperar, cuando empiezas a ver que la vida se te va desvaneciendo y ese momento que te enseñaron a temer comienza a ser un secreto y mal visto deseo. Es entonces cuando pienso que en un caso y en el otro, en el de la niña bajo la sábana y en el de el anciano que ora por su alma, hay una cierta injusticia. Ninguno decidió cuándo quería morir. No escoges el día, ni el lugar ni la familia en la que naces. Es imposible. Pero ese azar parece extenderse también al cómo y al cuándo morir. La muerte parece ser una inevitable tragedia que no sabemos cuándo llegará, y no se nos ocurre que pueda ser una alegre y agradecida despedida de este mundo. Bien lo decía Magorian: "Me voy porque se me terminó mi ultimo par de zapatos".

domingo, 29 de septiembre de 2013

Al día de hoy...

Al día de hoy, el arte contemporáneo es un espejo en el que nos miramos, con la estupidez y la brillantez que eso implica. El arte contemporáneo tiene la función histórica de plantearnos preguntas más que de dotarnos de respuestas, nos pone en contextos extraños en los que sería imposible ubicarnos en una sociedad que se mueve entre la razón, la función y la estética (una estética que tiene que responder a la razón y a la función). A mí me parece que el arte contemporáneo nos ha permitido a quienes quieran explorarlo, hilar delgado en el alma humana y ver brotar matices que la carrera la producción en serie no nos permite distinguir. Saca lo mejor y lo peor de nosotros, es un reflejo reflexivo de nuestros vicios y nuestras luces. Este arte se sale del molde y del formato, nos deja sin un límite claro y visible para separar arte de lo que no lo es, y eso no me parece malo, porque las cosas a final de cuentas no vienen empacadas y etiquetadas, sino que están ahí todas entremezcladas conviviendo en un solo caldo, como realmente son. Es lo que es, es el arte que nos merecemos y de pronto un poquito más.



 Marina Abramović Marina Abramović, artista serbia del performance que empezó su carrera a comienzos de los años 70. Activa durante más de tres decádas, recientemente se ha descrito a sí misma como la "Abuela del arte de la performance". Wikipedia

domingo, 25 de septiembre de 2011

LUZ ROJA, TERRITORIO INCÓMODO.

En Latinoamérica el crecimiento de las ciudades, y más aún, le prosperidad de las ciudades, ha significado casi sin excepción que se ahonden las diferencias entre unas clases sociales y otras. Aquellos que por una u otra razón están en la mejor parte de la pirámide, migran constantemente hacia terrenos que se alejan cada vez más de la “ciudad”, en la que se construyen condiciones de hábitat con altos estándares de calidad. Pero casi nadie es inmune a recorrer ese vasto territorio urbano. Ora en el transporte público, ora caminando, ora en automóvil. Y si este último es el caso, el recorrido tiene unas características bien particulares. Un promedio de velocidad que ha hecho pensar a más de uno en abandonar su auto en la mitad de una avenida, protegerse de la polución que el mismo auto contribuye a aumentar, no mojarse, en definitiva, un trayecto con sus más y sus menos. Pero algo inevitable es detenerse en uno que otro semáforo en rojo, y es aquí en donde ese paisaje de altos estándares de calidad se ve confrontado. Es aquí en donde la distancia social por la que se ha trabajado tan duro, pierde por un momento la batalla. En esos pocos metros cuadrados de pavimento se ponen frente a frente esas incómodas realidades que nos desnudan como seres humanos, cuando una señora de ochenta y tantos años se instala al frente del vidrio exhibiendo un pedazo de cartulina escrito con letra casi ilegible y mala ortografía que es una desplazada de la violencia, que no tiene a dónde ir y que necesita ayuda. O un niño lanzando limones al aire en un intento malabarista que no supera lo lastimero. O un viejo cualquiera, sin limones ni argumentos, extendiendo una mano curtida por una piel vencida que esconde unos ojos sin esperanza. Hay que ver cómo tratamos de salir ilesos de la escena. Hay varias alternativas: se puede subir un poco el volumen al radio y simular que se habla por el teléfono móvil, se mantiene el vidrio de la ventana arriba y simplemente se mira a otro lado, se puede hacer un intento por conectar con la realidad del otro y se le dan dos miradas al acto que representa, seguido de un guiño de “lástima, quisiera pero no puedo ayudarte”, o ir más allá y sacar unas monedas, o hasta unos billetes y regalarlos, lo que puede generar un momentáneo estado de paz y reconciliación con el karma. Hay, claro, también la posibilidad hacer uso del derecho inalienable de culpar al otro de su situación, y dudar del origen y de la veracidad de sus intenciones. Lo único cierto en este teatral encuentro lleno de culpas, es que el escenario se convierte por un momento en el único espacio de encuentro de estos personajes. Los de afuera y los de adentro. Y ese encuentro lleno de gestos que todavía no aprendemos a manejar, se queda por unos minutos dando vueltas en nuestra mente, a veces más, a veces menos, hasta que al fin nos imbuimos en las noticias, en la música, en la gente que no sabe manejar… ya se nos pasará.

viernes, 5 de agosto de 2011

Majas ambas

Es la última década del siglo XVIII y Francisco de Goya acaba de pintar una mujer desnuda sedante. Nada extraño para nuestros ojos acostumbrados a la desnudez y que sólo ven en las grandes obras clásicas el estilizado tratamiento estético de las figuras pintadas. Pero no así en 1.790 en donde era necesario acudir a la disculpa de representar apológicas escenas de la vieja mitología para pintar una mujer desnuda. Así no más Goya nos muestra una mujer a la que no llama Antígona, ni Electra, Fedra, Helena o Lilit. Es una mujer sin nombre, tan anónima como la Gioconda, sólo que sin ropa. El pincel crudo de Goya acostumbrado a la oscuridad del alma y la barbarie, a las pinceladas desgarradoras, tan desprolijas y vacías de terciopelo, pintan de pronto a una delicada mujer recostada cómodamente sobre una cama de almohadas blancas, en el espacio íntimo de su casa, dispuesta a dejarse ver sólo por el placer de hacerlo, que se sabe vista y sonríe. Para nada nos escandaliza hoy su figura, muy al contrario nos parece una respetuosísima forma de acercarse a la representación femenina, pero son tiempos distintos y hasta Goya pintó una versión de su pícara modelo vestida, vaya a saber uno por qué. Lo cierto es que en medio de sus delicadas pinceladas se guardaba algo de su vastedad, eso de mirar el mundo de frente y mostrarle lo que a veces no quiere ver, lo que con el tiempo describiremos como hermoso cuando en un principio no lo fue. Billingham hace una curiosa reinterpretación de la maja de Goya, y parece resguardarse en su historia de desencuentros cuando traza un delgado hilo que une sus historias, un espejo en el que se reflejan dos personajes que crean imágenes inquietantes. La mujer que no es un mito, es el tema en ambas obras. La mujer real, en su lugar íntimo en el cual se muestra como realmente es, sin artilugios ni historias. La de Goya desnuda, la de Billingham vestida.
La de Goya desnuda de toda connotación que nos hiciera olvidar su falta de vestimenta, desnuda de referencias que nos pudieran alejar de la literalidad de su propia imagen, desnuda de filtros históricos y de historias ajenas, tan desnuda que sólo se nos presenta ella, tal cual es, como principio y fin de la imagen que estamos viendo: una mujer desnuda. La mujer que se significa a sí misma, pero que habla en un tono incómodo para sus contemporáneos, que no es lo que debería ser. La pugna entre la imagen real y la imagen ideal.
La mujer retratada por Billingham cumple con todas estas cualidades. Es lo que no debería ser, comenzando por el hecho de que la retratada es su propia madre, en una situación que no la idealiza y está ataviada por una cotidianidad que nos resulta incómoda, lejos del glamour, de la delgadez, de la juventud, de la belleza en sí misma como la entendemos desde hace tiempo. Lejos de la apariencia de las cosas exhibibles que nos satisfacen, una imagen que no nos redime, como no nos redime la imagen de “Saturno devorando a sus hijos”, o “Los fusilamientos del 3 de mayo”, aunque en un sentido mucho más íntimo y sutil, porque nos toca en nuestra oculta y pequeña vergüenza de lo que somos y no queremos ser.
Un hilo une dos imágenes diferentes, dos historias diferentes y dos tiempos diferentes. Habrá que ver si como Goya, Billingham nos lleva de la mano a ver lo que antes era invisible, a escuchar lo que antes era ruido y a encontrar belleza donde antes sólo veíamos caos.

martes, 1 de febrero de 2011

RYAN WOODWARD

Algo que tiene de bueno la industria comercial es que te exige eficiencia, te enseña a exprimir tus habilidadees porque generalmente no hay mucho tiempo para desarrollar los proyectos, porque te mantiene al día, porque te pone en contacto con el sentir de la gente.

Pero es delicioso cuando alguien curtido en el mercado produce algo íntimo y personal, porque tiene esa escasa combinación de ser hermosamente anónimo.

viernes, 21 de enero de 2011

Si uno pintara...

A propósito de la obra de Jenny Saville.

Si escribiera poesía quisiera que se viera así. Sabe quien ha pintado que cuando uno ve pinturas se hace esa preguta íntima ¿podría hacerlo? a veces la respuesta es sí, otras veces nos quedamos humillados ante la maestría técnica. Sólo unas pocas veces ves algo y dices... si pintara, pintaría así. Carajooooooooo.










Se requiere de cierta pericia para hacer que ésto se vuelva una delicia. Nos sentimos algo Lécter. Gracias Jenny.

lunes, 10 de enero de 2011

El otro lado de la vitrina


A propósito del trabajo de Richard Billingham, fotógrafo británico que logró notoriedad retratando a su extrañamente corriente familia. Al principio uno no logra deshacerse del fastidio de ver imágenes a las que se les siente el aire pesado de una casa oscura y sin mucha ventilación, donde conviven, o mejor, soportan su existencia sus padres, compartiendo más malos que buenos momentos. No puede uno evitar imaginarse a esos dos señores, unos 30 años atrás, inundados de vanidad en la bohemia historia de la rebeldía.
Se me vienen las imágenes de los dos, ella mucho más delgada, con el cabello más largo y con sus brazos generosamente tatuados, seguramente una imagen poderosa para un joven alto y rubio, al que se le ve tan bien el cigarrillo colgando de su labio inferior. No conozco la historia, no sé si se casaron, a lo mejor simplemente compartieron vidas después de un inesperado embarazo. Y la verdad no importa, ese es el poder de las imágenes, que te permiten construir el resto de la historia, te dejan hacer uso del derecho de equivocarte inventándolas.
Hoy se encuentran a través de la descarnada lente de su hijo en el espacio que construyeron, sin querer, sin imaginarse, sin soñar, un espacio evasivo donde más que vivir se huye de la vida, que apesta a quejas y a reclamos, en la miope existencia de los dos. Más cojones, más visión la que tiene Billingham de exhibir su propia historia, la intimidad familiar que casi siempre nos sonroja, o las ganas de volverlos bufones de sus imágenes, burla o admiración, quién sabe. Lo único cierto es que el retrato descarnado, sincero y maloliente de una existencia sin ninguna gracia se ha convertido en un objeto estético. Los papeles de colgadura viejos, las alfombras añejas, el desaseo, el gato sobre la cama, sobre la comida, las botellas a medio acabar, los ceniceros llenos. La discusión, la eterna ebriedad, la fealdad. La galería, la revista de arte, el crítico, la exhibición, los comentarios eruditos, el análisis. Ya dirá Billingham cuando ve a su papá borracho sentado abrazando la taza del sanitario en una imagen impresa en alta resolución, enmarcada impecablemente y colgada en una inmaculada galería, o en un museo de arte moderno: sabía que iba a sacar a mi papá de esa pocilga. Esa pocilga que es la vida real, que todos vemos cuando nos levantamos y abrimos los ojos, porque simplemente no nos despertamos en medio de las paredes blancas de un museo, nos despertamos en medio de nuestras pequeñas miserias.




Cerramos los ojos y nos imaginamos que todo sigue igual, que ese joven rubio con su cigarro blanco no se ha convertido en un alcohólico, y que nuestros brazos no han crecido hasta medir lo que medían nuestras piernas, que seguimos tan bellos y tan inmunes. Algo ha de estar pasando con las imágenes que exhibimos, que llega el momento en el que los modelos que antes aparecían en los afiches, ahora observan curiosos con un vaso de whisky en la mano el visionario trabajo de este fotógrafo transgresor con una fuerte subversión conceptual estética, que lo único que ha hecho es mostrar la vida tal y como es. La vitrina sigue ahí, sólo que ahora el observador se convierte en observado. Qué delicia.

The Lost Tribes of New York City

Les comparto este video, realizado por londonsquared, por el simple gusto de verlo. La ciudad es una materia prima inagotable para un observador atento. Deconstruir el paisaje, mezclarlo y redefinirlo.


The Lost Tribes of New York City from Carolyn London on Vimeo.

martes, 21 de septiembre de 2010

Esculturas de Botero. Metamorfosis de la forma a la memoria.




A diferencia de la mayoría de sus cuadros, comprometidos con diversos temas, desde las prostitutas de los bares de Medellín hasta los abusos de los militares gringos en Abu Ghraib, las esculturas de Fernando Botero no parecen tener más pretensión que estar ahí, con su gran presencia, en la calle, a la mano.

Parece suficiente su contundente tridimensionalidad para no ser ignoradas. Son todo forma, hacen un homenaje a sí mismas dictando cátedra de curvas, posando siempre orgullosas de ser quienes son, la forma como el fin último de la obra. En las esculturas no están las minifaldas baratas, ni los borrachos fumadores de sus cuadros, no hay pobreza ni imperfección, hay sólo belleza estética, miradas altivas y poses perfectas, referencias a los clásicos, diosas glamorosas y héroes mitológicos, guerreros espartanos, caballos impetuosos.


Los objetos representados son meras disculpas para darle forma a la belleza que ellos mismos representan. Se pueden leer, pero es una lectura entre líneas. Esa lectura, sutil y tangencial, de estudios académicos, tan estética ella, tan filosófica, se acabó de pronto una noche cualquiera…

En el parque de San Antonio, en pleno centro de Medellín, se ubican una serie de esculturas que rodean el gran rectángulo, sus nombres, ignorados por casi todo el mundo, no dicen mucho más que sus mismas apariencias: torso de hombre, mujer recostada, pájaro…

El pájaro, nombre que Fernando Botero le dio originalmente a la escultura dispuesta al costado oriental del parque, refleja la intención primera del artista con su obra: servir a un fin estético, sin mayores pretensiones temáticas. La forma es primordial en esta obra, el tratamiento del cuerpo inflado del animal responde a las formas abundantes, llenas, que celebran la generosidad, la vida, la belleza en sí misma.

Los artistas impresionistas, buscando la fuerza expresiva de la luz y del color, salen a las calles y a los campos a buscar imágenes para reproducir su estilo. Así el paisaje, el puente, el sembradío de trigo, solo son importantes en tanto son bellos, no por su significado.

Es el caso que se da con las esculturas de Fernando Botero, son objetos creados para la contemplación, no tanto para la reflexión, tienen un papel de embellecer el entorno en el que se ubican, en este caso llenar de arte una plaza pública.

Todo este entorno, el significado y la historia de la obra “Pájaro”, cambia una noche de 1995 cuando una bomba hace explosión justo en el vientre de la escultura en medio de una fiesta popular, matando a 23 personas y dejando otro tanto de heridos.

En el contexto del Medellín de 1995, este hecho no sólo no representa un hecho aislado, sino que se encaminaba a sufrir el proceso aséptico al que se vieron expuestos todos los lugares en donde ocurría un atentado terrorista. Limpieza, reconstrucción y la eliminación de cualquier huella o marca del hecho.

Después de la consabida vergüenza con el maestro Botero, se veía venir el retiro de los restos de la obra y su posterior destrucción, tal como era costumbre en este tipo de sucesos. Esto convertía a Medellín en unan ciudad sin memoria, una ciudad acostumbrada a sus tragedias, que voltea la mirada, que se niega a sí misma, que no parece aprender. Es una historia que se hereda de una ciudad que se ha construido desde la destrucción de su memoria, desde levantar edificios nuevos sobre la historia de sí misma, desapareciéndola, borrando toda huella.



La decisión de Fernando Botero de no retirar la obra víctima del atentado constituye no sólo un raro caso de la conservación de la memoria de un hecho importante para la ciudad, sino que redefinió la obra misma, dándole un fuertísimo carácter social e histórico, ganándose el lugar de ícono que representa la violencia que marcó la época de un pueblo.
Aquí la obra de arte adquiere un carácter diferente al que su creador le dio al principio, por una extraña intervención externa.

Una escultura que se ubica en un espacio público es una obra viva, que se transforma, que tiene una gran interacción con el entorno, con las personas que habitan los lugares. Una escultura que se pone en la mitad de un parque es una obra con la que las personas interactúan, más en el caso de Fernando Botero, que las ubica en pedestales bajos, a escala humana, pensados para que las personas puedan tocar las esculturas, y no para ser vistos desde abajo. Las obras se transforman, porque las personas dejan huellas en ellas, al acariciarlas, al marcar su nombre sobre el metal con unas llaves, al sufrir los embates del clima, incluso, como en el caso de la escultura abstracta ubicada a un extremo del mismo parque San Antonio, al deteriorarse con la acción de ácido úrico que dejan quienes no encuentran un mejor lugar para orinar. Una obra en el espacio público es de la gente, deja de ser creación del artista para convertirse en una obra en constante evolución, que cambia tanto de apariencia como de nombre. La “Gorda de Botero” referente indiscutible en el centro, nació con el nombre de “Torso femenino” y estaba totalmente lustrada, sin las huellas de las caricias de quienes la convirtieron en un fetiche de suerte, o que simplemente disfrutan tocándole las nalgas y la rayita.

Pájaro dejo de llamarse así para convertirse en “Pájaro herido” y se convirtió en el símbolo de la violencia que azotó a Medellín y que resume toda una época.
La obra grafica magistralmente las dos caras que siempre se han pugnado en los medios nacionales e internacionales la imagen de Medellín: Su cara Creativa, positiva, amable, de gente que construye y quiere la paz, representada por la obra de su mayor representante en el mundo del arte, y la violencia que ha ido demarcando su historia, y que amenaza con acallar ese lado bueno, con su ruido y con su fuerza destructiva. Esa pugna se resumió real y simbólicamente esa noche, en la que literalmente una se fue contra la otra. La batalla parecía ganada por el lado oscuro de la ciudad, dejando los restos tristes del casi desarmado pájaro. Un golpe de suerte y el calibre del metal con que fue construida, evitaron que la estructura volara por los aires desintegrada, y se quedara en su lugar, herida de muerte, pero más viva que nunca.

Nacía uno de los símbolos de una violencia que nos define y nos acompaña, nacía un monumento a la memoria, bastante literal, como nos gusta a nosotros, en letras grandes con titulares rojos, sin juegos metafóricos, sin la reconstrucción simbólica de la violencia, aparece incómodo para nuestra arraigada amnesia tal cual ocurrió, no permite que se le ignore, ni que se malinterprete su sentido, ahí está, tal cual la dejó una bomba, sin la transformación de nadie más que de nuestra propia historia, lamentando no la destrucción de unos kilos de bronce, sino de unas vidas que rezan su nombre en el pedestal de la destruida escultura.

El pájaro herido es el símbolo de nuestra violenta historia, y Fernando Botero interpretó el momento coyuntural y convirtió un nuevo “hecho que lamentar” en una llamada a tomar parte y no quedarse en la negación de lo que ocurre tratando de resanar y pintar nuestra historia. Dejar en su lugar la destruida escultura constituía un ancla en el tiempo y un llamado a no olvidar. Poner a su lado una nueva fue un reto a los hechos, fue convertir una derrota moral en una victoria histórica, y premonitoriamente, fue la mejor manera de contar la historia de una ciudad que por fin daba un paso para concebirse con sus múltiples facetas, que no quiere olvidar, ni negarse, que cuenta una historia para poderla cambiar.

Medellín es mojigata y vanidosa, no es del todo sincera y gran parte de su imaginario se construye sobre el mito paisa, machista y totalitario. Todavía negamos gran parte de lo que somos, pero definitivamente una situación en la que participaron dos grandes fuerzas de este pueblo, sirvió para que el arte marcara un referente que nos ayuda a entendernos, y nos heredó un símbolo con una fuerza difícil de igualar por la obra de ningún artista jamás.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

A veces veo mujeres que son hermosas y no tienen idea.

A veces veo hombres que les exigen a las mujeres verse espectaculares, y cuando ellas creen que lo lograron, ellos se van.

No son tantos, y no valen la pena, créanme.

Y saben por qué? Porque la mayoría de los hombres, los que están a su lado, los que valen la pena… las queremos, nos morimos por ustedes, así como son.

Que nos gustaría verlas hermosas? Si

Y saben cuándo se ven hermosas? Cuando se sienten hermosas.

No hay cosa más bella que una mujer con una toalla enrollada en su cabello mojado. Eso y nada más.

No hay discusión que entendamos menos que la de un gordito nuevo que les salió y que sólo vemos porque ustedes no paran de agarrase la piel y estirarla para mostrárnoslo.

No hay espectáculo más hermoso que presenciar el ritual de una mujer después de su baño, cuando está en su íntima intimidad, nada más que con ella misma, tratándose como siempre quisiera ser tratada.

Hacerle el amor a una mujer que se gusta es un tesoro que muy pocos hombres dejan escapar de sus manos.

Hay mujeres obsesionadas con los quirófanos y no lo gran gustarse, simplemente porque allá no está la respuesta.

Ustedes son hermosas como son. Cuando se vean al espejo, véanse a ustedes, no a la mujer del aviso, la revista, a la amiga, a la modelo o a esa tipa que les cae mal.

A veces ustedes creen que necesitan ser perfectas para la ropa que hay en la tienda. ¿Oyeron eso? Ustedes tienen que ser perfectas para la ropa de la tienda, por Dios! Algo está mal. Es la ropa la que debe estar perfecta para ustedes. Antes los sastres les tomaban las medidas a las personas para hacer la ropa, ahora le tomamos la medida a la ropa para hacer a las personas.

Usen ropa con la que se sientan hermosas, no ropa que las haga sentirse mal con ustedes mismas. Ustedes son como son y así nos encantan.

Explórense, búsquense, encuentren a la mujer encantadora y alegre que hay dentro de cada una. Un trapo viejo llevado con estilo es la prenda más hermosa que se pueda encontrar.

Ustedes son mujeres encantadoras porque aman lo que hacen y se aman ustedes, y no hay mejor manera de ser sexy.

Se los dice un hombre que ve cada día más mujeres parecidas a las de las revistas y menos mujeres hermosas.

jueves, 6 de mayo de 2010

UNO NO SABE… uno vive a tientas, bendecidos aquellos para los que todo es en blanco y negro.

jueves, 11 de marzo de 2010

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viernes, 12 de febrero de 2010

Sin palabras

El acto mismo de seleccionar es una forma de narración. Escoger habla de uno, como leer un libro subrayado por otra persona puede hablarte de quién es y de cómo piensa.

Mientras más grande sea el universo de opciones disponibles, más habla sobre uno aquello que uno escogió.

Así, muchas veces una imagen no tiene más que hacer que estar ahí. Sin palabras. Sin comentarios. Una imagen ajena que se vuelve propia en un sentido muy particular, muy íntimo. Y que se vuelve un compartir íntimo y particular porque está en tu espacio. Y eso ya dice bastante.

domingo, 7 de febrero de 2010

85 mujeres sin ropa

Entonces entran 250 personas vestidas de gala al gigante salón de la galería, con una copa fría de vino blanco, como lo hacemos siempre, esperando ver arte, y sentirnos un poco más dioses, o sólo un poco más cultos, esperando derramar nuestros conocimientos en un trabajo a veces azaroso de alguien que simplemente se atrevió a hacerlo. Copas de vino blanco y trajes de gala. La obra. 85 mujeres desnudas formando un rectángulo. De pié. Ahí. Dando el pecho a los visitantes. Nosotros, tan acostumbrados a solaparnos tras nuestros trajes de gala, nuestras copas de vino y nuestros conocimientos, nos encontramos con 85 mujeres sin ropa, sin historia, sin orden, sin un sentido, solamente ahí. Siendo. Nos sentimos más desnudos que ellas, bajamos la mirada, bochorno interior, muy propio, golpea a cada uno en su cada cual inconfesable. Levantamos la mirada, nos recomponemos y agregamos a nuestros trajes de gala y nuestras copas de vino unas pinceladas de razón. Nos derramamos en palabras. Buscando sentido. Explicando el sentido. "Un paso hacia el lugar correcto". "No es para nada sexy". "Esperaba que no fueran tan comunes". "Es bueno que sean comunes". Están de pie. Falta algo. Es extraño. 250 personas de bien tratando de entender qué hacen 45 seres humanos sin ropa, sin copas de vino, sin gala, sin pensamientos, sin causas, sin vanidad, sin razones, sin palabras. No nos concebimos sin nuestros artilugios. Nos parece de exhibición ser tan básicos. Nos parece tan extraño que lo vamos a ver a una galería como una obra de arte. Lo es. Hay un millón de razones por las que lo es. Mencionarlas sólo nos aleja de la absoluta belleza del momento. Describirla sólo nos pone cada vez más del lado de los vestidos de gala y menos del lado de las mujeres desnudas. Estamos ahí. Debajo de las pieles de nuestras pieles. Más desnudos que ellas. Más cobardes que ellas. Por eso bajamos la mirada, explicamos, criticamos. Un aplauso. Ellas se levantan, dan media vuelta y se van. Desazón. La desazón de nuestra miopía. Un gran espejo. Lo más respetuoso que podría uno hacer es deshacerse de su ropa y estar. La total comprensión.