De las cosas que veo y me llaman la atención. Este es un espacio para especular, para escribir, a veces para tratar de entender. O simplemente para hacer uso del derecho de observar.
viernes, 3 de agosto de 2018
Un fin de semana normal
Tres momentos de un fin de semana normal y sin pretensiones, que inconectos son anecdóticos, pero que en el fondo, como todo, terminan por unirse y contar una sola historia.
Viernes:
A las seis de la tarde y buscando, dimos con el aviso rústico de la fachada de “El Monasterio”, después de pasarnos hasta el parque de Santa Elena, que aprovechamos para comprarnos un par de empanadas con café en leche en vaso desechable. Según las indicaciones de un muchacho y aprovechando la queridura de esta gente, nos regresamos unos cincuenta metros y encontramos el lugar al que veníamos en un principio, animados por una cuña radial de esas que ya no hacen y que te hacen sentir que estás sentado en un lugar mágico y casi hueles lo que te van a servir. La imaginación traiciona y te esperas algo opulento desde afuera, pero el pantano y la falta de frente te hace dudar de entrar y piensas que caíste de nuevo en el juego de la publicidad que te creías que ya conocías, y hasta te llega a dar algo de íntima desilusión que no compartes por pura cortesía. Al fin, y sabiendo que no hay de otra, entras. La primera impresión fue de que el sitio se traía algo, que superaba los intentos de crear un aire medieval, con luces indirectas apuntando a los indefinidos techos, que pintaban una penumbra a la que uno en la ciudad ya se desacostumbró, y que apenas dejaban atisbar la madera rústica de las mesas y unos avisos hechos con algo parecido al pergamino, a mano, intentando verse antiguos con las tipografías viejas y adornadas interrumpidas de tanto en tanto por una corrección con LiquidPaper que trataba de ignorar para no romper el encanto. El sitio es pequeño, estaba apenas abriendo, lo que nos dejaba un espacio íntimo que se dejó poseer sin prisa. Poco le pides a un lugar como este y es que te permita creerle, que te deje entrar en su cuento y se deje oír, que trate de no interrumpirte y que eso que comenzó más o menos bien y que va mejorando, no se caiga y te deje con un sabor a nada. Con el pasar de los minutos y alumbrando la carta con la vela, casi entendí lo difícil que eran algunas cosas simples como leer en la noche en esas épocas que trataba de evocar. Carolina es una señorita de presencia leve y silenciosa, de hablar pausado y de actuar meditativo. Nos extendió las cartas, nos encendió la vela de la botella y nos explicó un par de cosas que preguntamos sobre los platos, con la siempre bien recibida recomendación de su muy personal punto de vista. Las pizzas se hornean completamente aquí, cosa que respalda el hecho de que El Monasterio nació como una panadería artesanal. Los ingredientes son locales, los champiñones llegan como unos brotes blancos, grandes y hermosos, dice Carolina casi viéndolos en la oscuridad, el queso que usamos es de búfala, nos cuenta Carolina casi con devoción pero con la distancia y la tranquilidad que parece gobernar su alma. Sólo preguntando se llega a las razones de alguien que como ella no pretende contarlo todo pero que no se guarda nada a quien quiere saber. Y así supimos que es graduada de cine en Argentina, que trabajó dos años en Bogotá en producción de televisión diseñando sets, corriendo, montando y desmontando hasta tarde en la noche, sólo para seguir corriendo, diseñando el set del siguiente día, imprimiendo, llegando más temprano y yéndose más tarde. Unos días de vacaciones donde una amiga que vivía en Santa Elena y la no cumplida promesa de un contrato nuevo en Bogotá, llevaron a esta niña a replantearse si de verdad quería regresar o si, como finalmente ocurrió, cambiaría un mundo borroso y veloz lleno de retos y competencias, de gente famosa y vértigo, por una casi absurda calma, por unos días que amanecen cuando sale el sol y anochecen cuando las estrellas alumbran (porque aquí las estrellas se ven y realmente iluminan), cambiar el taxi, el carro o el Transmilenio, las fechas y las horas límite, por los largos días escuchando el rumor de la gente que conversa sin prisa en el parque de Santa Elena mientras ella espera que alguien quiera comprar los quesos de búfala. Si, los quesos de búfala.
De El Monasterio me llevo un sabor completo, de clima frío, de penumbra, de horno, de chocolate caliente, aromática de flor de Jamaica, vino caliente y café negro. Me llevo la paz de ver a Carolina sentada con su espalda recta y sus manos apoyadas en las rodillas esperando que el pan salga del horno, mirando más para adentro que para afuera. Me llevo el olor de todo junto y sobre todo la deliciosa sensación de que en cualquier momento todo puede cambiar.
Domingo:
Salimos a trotar en la mañana, bajamos temprano al estadio aprovechando una poco común mañana nublada y fresca en estos tiempos de sol. Llevamos a nuestra perra a correr con nosotros y una improvisada tira de tela sirvió para compensar la falta de disciplina y mantenerla al lado nuestro, en el camino. Le dimos unas cinco vueltas al estadio y al final me percaté embelesado de la cantidad de gente que hace aeróbicos los domingos, sincronizados, como un grupo entrenado que seguía casi instintivamente los pasos que dictaba el guía con su parlante, gente de todos los tamaños, de esa normal, distintos unos de otros, no como la gente que sabe uno que va todos los días a los gimnasios, que son más parecidos entre ellos. Casi sin mirar, como un solo organismo vivo, moviéndose al tiempo con los complicados pasos que nunca pude entender, como una bandada de palomas que giran al tiempo en medio del vuelo y sin aviso.
De regreso tomamos el sendero al lado izquierdo de la canalización, junto a la villa deportiva, nos gusta porque aunque es estrecho, no hay carros cerca y tiene más sombra. Abajo en la canalización, a la derecha de la quebrada, un par de gallinazos picoteaban lo que al principio me imaginé que era un animalito muerto, algún perro que no alcanzó a pasar la calle y que terminó tirado y sin dolientes. A medida que nos acercábamos lo que pensé y quise pensar que era un perrito fue tomando otra forma, y aunque traté de imaginar otra cosa, no había duda de que era un brazo humano, completo, desmembrado desde el hombro, pálido. Le asomaba un gran hueso blanco. El picotear de los gallinazos hacía que su mano se moviera. Era extraño. Muy bizarro. Sobre todo el hecho de que nadie parecía percatarse de que había un brazo de alguien al lado de un bulto negro que no quería suponer qué contenía. Un pedazo de alguien en medio de un domingo repleto de gente que sale con su familia a hacer deporte, a correr, a montar en bicicleta, a vivir. Es una cosa extraña que le recuerda a uno que aún vive donde vive, que trae como un flash imágenes que se fueron diluyendo en el agua del tiempo, de violencia cercana, de tiros, de gritos y persecuciones, de detonaciones que alcanzabas a ignorar, de un presente que uno cree pasado. La angustia de creerse el único testigo se disipó cuando vimos a unos muchachos llegar al lugar con dos policías, de los que cuidan que la gente no corra mucho en la bicicleta, que fueron, como todos nosotros, a un domingo normal en al ciclovía.
Lunes festivo:
Después de un día en casa, decidimos conocer el Museo Casa de la Memoria, una tarea pendiente desde hace tiempo. Manejar en el centro es una tarea que no quieres tener como costumbre, pero un día feriado es muy diferente, aunque no deja de haber más congestión que en cualquier otra parte, sobre todo subiendo por la avenida La Playa hacia el Teatro Pablo Tobón Uribe. Llegamos al museo y lo primero era parquear, y como no vimos un espacio del museo para eso, dejamos el carro en una celda disponible que había en la calle contigua y que parecía pertenecer a una urbanización que queda a todo el frente del museo. Nos bajamos y caminamos por los espacios diseñados para la contemplación de un tema que nos resulta difícil pero que precisamente es la razón de la existencia del museo. Recordar, no olvidar, darle nombre a los que han muerto en los años en los que la violencia fue una gran constructora de nuestra idea de realidad, recordar que detrás de cada muerto hay un nombre, detrás de cada nombre una historia y detrás de cada historia hay gente que no murió y que mantiene vivo el dolor. Al lado de la rampa que lleva al ingreso del museo hay unos tótems de aluminio, con forma de lápiz labial gigante, que comienzan a hablar apenas te acercas, y una voz grabada de alguien que tuvo una pérdida te cuenta su historia, y es entonces que las cifras se vuelven gente, y esa manera distante en que te relacionabas con la violencia se empieza a sentir más de acá, más posible, más humana, más tangible. Venimos porque queremos entenderlo así, de esta manera, queremos hacer la tarea de verlo en perspectiva, en esa perspectiva que permite que las cosas absurdas tengan sentido, entenderlo todo como parte de un proceso que se vivió y que es necesario revisar. Nos acercamos a la entrada pero vemos la gran puerta negra cerrarse. Preguntamos a un vigilante empleado del museo y nos indica que el museo acaba de terminar jornada, que los domingos y festivos solo hay atención hasta las 5 p.m. Aprovechamos para preguntarle sobre los horarios en semana y si el museo tiene parqueadero. Nos dice que hay un espacio del museo destinado al parqueo de los carros, pero que no es vigilado, que el museo lo pone a disposición de la gente pero no se hace responsable. No hay problema, le decimos, y nos da un parte de tranquilidad, por aquí en todo caso esto es muy seguro, dice, los mismos muchachos de por acá cuidan a la gente que viene, ¿si me entiende? Si alguien roba un carro le va mal. Ah pero qué bueno, le digo. Sí, es la dinámica de la ciudad, me responde. Es ahí cuando, como cuando te encuentras un brazo un domingo en la mañana, que te das cuenta de que sigues viviendo en el mismo lugar, que se redefine, pero que aún siente como avanzan corrientes gigantes aguas abajo, Medellín es un lugar que aún es muy gobernado por fuerzas con las que no te quieres encontrar, que crean un peligroso e inestable equilibrio que en algún momento permitió que nacieran la legitimidad y la vida, más o menos, que permitió que se sucedieran las cosas, que pelecharan ideas, que se crearan lugares como el Museo Casa de la Memoria, que nos entendiéramos como una ciudad diferente a la que conocimos de niños, que la infraestructura avanzara, que fueran posibles lugares como El Monasterio, que Carolina decidiera venir a sembrar su nueva vida en calma, pero que de tanto en tanto pasa una factura recordándote, como decía un sabio amigo, que esa es la dinámica de la ciudad.
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Cómo nos mueve la vida y no nos damos cuenta...
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