Es la última década del siglo XVIII y Francisco de Goya acaba de pintar una mujer desnuda sedante. Nada extraño para nuestros ojos acostumbrados a la desnudez y que sólo ven en las grandes obras clásicas el estilizado tratamiento estético de las figuras pintadas. Pero no así en 1.790 en donde era necesario acudir a la disculpa de representar apológicas escenas de la vieja mitología para pintar una mujer desnuda. Así no más Goya nos muestra una mujer a la que no llama Antígona, ni Electra, Fedra, Helena o Lilit. Es una mujer sin nombre, tan anónima como la Gioconda, sólo que sin ropa. El pincel crudo de Goya acostumbrado a la oscuridad del alma y la barbarie, a las pinceladas desgarradoras, tan desprolijas y vacías de terciopelo, pintan de pronto a una delicada mujer recostada cómodamente sobre una cama de almohadas blancas, en el espacio íntimo de su casa, dispuesta a dejarse ver sólo por el placer de hacerlo, que se sabe vista y sonríe. Para nada nos escandaliza hoy su figura, muy al contrario nos parece una respetuosísima forma de acercarse a la representación femenina, pero son tiempos distintos y hasta Goya pintó una versión de su pícara modelo vestida, vaya a saber uno por qué. Lo cierto es que en medio de sus delicadas pinceladas se guardaba algo de su vastedad, eso de mirar el mundo de frente y mostrarle lo que a veces no quiere ver, lo que con el tiempo describiremos como hermoso cuando en un principio no lo fue. Billingham hace una curiosa reinterpretación de la maja de Goya, y parece resguardarse en su historia de desencuentros cuando traza un delgado hilo que une sus historias, un espejo en el que se reflejan dos personajes que crean imágenes inquietantes. La mujer que no es un mito, es el tema en ambas obras. La mujer real, en su lugar íntimo en el cual se muestra como realmente es, sin artilugios ni historias. La de Goya desnuda, la de Billingham vestida.
La de Goya desnuda de toda connotación que nos hiciera olvidar su falta de vestimenta, desnuda de referencias que nos pudieran alejar de la literalidad de su propia imagen, desnuda de filtros históricos y de historias ajenas, tan desnuda que sólo se nos presenta ella, tal cual es, como principio y fin de la imagen que estamos viendo: una mujer desnuda. La mujer que se significa a sí misma, pero que habla en un tono incómodo para sus contemporáneos, que no es lo que debería ser. La pugna entre la imagen real y la imagen ideal.
La mujer retratada por Billingham cumple con todas estas cualidades. Es lo que no debería ser, comenzando por el hecho de que la retratada es su propia madre, en una situación que no la idealiza y está ataviada por una cotidianidad que nos resulta incómoda, lejos del glamour, de la delgadez, de la juventud, de la belleza en sí misma como la entendemos desde hace tiempo. Lejos de la apariencia de las cosas exhibibles que nos satisfacen, una imagen que no nos redime, como no nos redime la imagen de “Saturno devorando a sus hijos”, o “Los fusilamientos del 3 de mayo”, aunque en un sentido mucho más íntimo y sutil, porque nos toca en nuestra oculta y pequeña vergüenza de lo que somos y no queremos ser.
Un hilo une dos imágenes diferentes, dos historias diferentes y dos tiempos diferentes. Habrá que ver si como Goya, Billingham nos lleva de la mano a ver lo que antes era invisible, a escuchar lo que antes era ruido y a encontrar belleza donde antes sólo veíamos caos.