De las cosas que veo y me llaman la atención. Este es un espacio para especular, para escribir, a veces para tratar de entender. O simplemente para hacer uso del derecho de observar.
domingo, 25 de septiembre de 2011
LUZ ROJA, TERRITORIO INCÓMODO.
En Latinoamérica el crecimiento de las ciudades, y más aún, le prosperidad de las ciudades, ha significado casi sin excepción que se ahonden las diferencias entre unas clases sociales y otras. Aquellos que por una u otra razón están en la mejor parte de la pirámide, migran constantemente hacia terrenos que se alejan cada vez más de la “ciudad”, en la que se construyen condiciones de hábitat con altos estándares de calidad. Pero casi nadie es inmune a recorrer ese vasto territorio urbano. Ora en el transporte público, ora caminando, ora en automóvil. Y si este último es el caso, el recorrido tiene unas características bien particulares. Un promedio de velocidad que ha hecho pensar a más de uno en abandonar su auto en la mitad de una avenida, protegerse de la polución que el mismo auto contribuye a aumentar, no mojarse, en definitiva, un trayecto con sus más y sus menos. Pero algo inevitable es detenerse en uno que otro semáforo en rojo, y es aquí en donde ese paisaje de altos estándares de calidad se ve confrontado. Es aquí en donde la distancia social por la que se ha trabajado tan duro, pierde por un momento la batalla. En esos pocos metros cuadrados de pavimento se ponen frente a frente esas incómodas realidades que nos desnudan como seres humanos, cuando una señora de ochenta y tantos años se instala al frente del vidrio exhibiendo un pedazo de cartulina escrito con letra casi ilegible y mala ortografía que es una desplazada de la violencia, que no tiene a dónde ir y que necesita ayuda. O un niño lanzando limones al aire en un intento malabarista que no supera lo lastimero. O un viejo cualquiera, sin limones ni argumentos, extendiendo una mano curtida por una piel vencida que esconde unos ojos sin esperanza. Hay que ver cómo tratamos de salir ilesos de la escena. Hay varias alternativas: se puede subir un poco el volumen al radio y simular que se habla por el teléfono móvil, se mantiene el vidrio de la ventana arriba y simplemente se mira a otro lado, se puede hacer un intento por conectar con la realidad del otro y se le dan dos miradas al acto que representa, seguido de un guiño de “lástima, quisiera pero no puedo ayudarte”, o ir más allá y sacar unas monedas, o hasta unos billetes y regalarlos, lo que puede generar un momentáneo estado de paz y reconciliación con el karma. Hay, claro, también la posibilidad hacer uso del derecho inalienable de culpar al otro de su situación, y dudar del origen y de la veracidad de sus intenciones. Lo único cierto en este teatral encuentro lleno de culpas, es que el escenario se convierte por un momento en el único espacio de encuentro de estos personajes. Los de afuera y los de adentro. Y ese encuentro lleno de gestos que todavía no aprendemos a manejar, se queda por unos minutos dando vueltas en nuestra mente, a veces más, a veces menos, hasta que al fin nos imbuimos en las noticias, en la música, en la gente que no sabe manejar… ya se nos pasará.
viernes, 5 de agosto de 2011
Majas ambas
Es la última década del siglo XVIII y Francisco de Goya acaba de pintar una mujer desnuda sedante. Nada extraño para nuestros ojos acostumbrados a la desnudez y que sólo ven en las grandes obras clásicas el estilizado tratamiento estético de las figuras pintadas. Pero no así en 1.790 en donde era necesario acudir a la disculpa de representar apológicas escenas de la vieja mitología para pintar una mujer desnuda. Así no más Goya nos muestra una mujer a la que no llama Antígona, ni Electra, Fedra, Helena o Lilit. Es una mujer sin nombre, tan anónima como la Gioconda, sólo que sin ropa. El pincel crudo de Goya acostumbrado a la oscuridad del alma y la barbarie, a las pinceladas desgarradoras, tan desprolijas y vacías de terciopelo, pintan de pronto a una delicada mujer recostada cómodamente sobre una cama de almohadas blancas, en el espacio íntimo de su casa, dispuesta a dejarse ver sólo por el placer de hacerlo, que se sabe vista y sonríe. Para nada nos escandaliza hoy su figura, muy al contrario nos parece una respetuosísima forma de acercarse a la representación femenina, pero son tiempos distintos y hasta Goya pintó una versión de su pícara modelo vestida, vaya a saber uno por qué. Lo cierto es que en medio de sus delicadas pinceladas se guardaba algo de su vastedad, eso de mirar el mundo de frente y mostrarle lo que a veces no quiere ver, lo que con el tiempo describiremos como hermoso cuando en un principio no lo fue. Billingham hace una curiosa reinterpretación de la maja de Goya, y parece resguardarse en su historia de desencuentros cuando traza un delgado hilo que une sus historias, un espejo en el que se reflejan dos personajes que crean imágenes inquietantes. La mujer que no es un mito, es el tema en ambas obras. La mujer real, en su lugar íntimo en el cual se muestra como realmente es, sin artilugios ni historias. La de Goya desnuda, la de Billingham vestida.
La de Goya desnuda de toda connotación que nos hiciera olvidar su falta de vestimenta, desnuda de referencias que nos pudieran alejar de la literalidad de su propia imagen, desnuda de filtros históricos y de historias ajenas, tan desnuda que sólo se nos presenta ella, tal cual es, como principio y fin de la imagen que estamos viendo: una mujer desnuda. La mujer que se significa a sí misma, pero que habla en un tono incómodo para sus contemporáneos, que no es lo que debería ser. La pugna entre la imagen real y la imagen ideal.
La mujer retratada por Billingham cumple con todas estas cualidades. Es lo que no debería ser, comenzando por el hecho de que la retratada es su propia madre, en una situación que no la idealiza y está ataviada por una cotidianidad que nos resulta incómoda, lejos del glamour, de la delgadez, de la juventud, de la belleza en sí misma como la entendemos desde hace tiempo. Lejos de la apariencia de las cosas exhibibles que nos satisfacen, una imagen que no nos redime, como no nos redime la imagen de “Saturno devorando a sus hijos”, o “Los fusilamientos del 3 de mayo”, aunque en un sentido mucho más íntimo y sutil, porque nos toca en nuestra oculta y pequeña vergüenza de lo que somos y no queremos ser.
Un hilo une dos imágenes diferentes, dos historias diferentes y dos tiempos diferentes. Habrá que ver si como Goya, Billingham nos lleva de la mano a ver lo que antes era invisible, a escuchar lo que antes era ruido y a encontrar belleza donde antes sólo veíamos caos.
La de Goya desnuda de toda connotación que nos hiciera olvidar su falta de vestimenta, desnuda de referencias que nos pudieran alejar de la literalidad de su propia imagen, desnuda de filtros históricos y de historias ajenas, tan desnuda que sólo se nos presenta ella, tal cual es, como principio y fin de la imagen que estamos viendo: una mujer desnuda. La mujer que se significa a sí misma, pero que habla en un tono incómodo para sus contemporáneos, que no es lo que debería ser. La pugna entre la imagen real y la imagen ideal.
La mujer retratada por Billingham cumple con todas estas cualidades. Es lo que no debería ser, comenzando por el hecho de que la retratada es su propia madre, en una situación que no la idealiza y está ataviada por una cotidianidad que nos resulta incómoda, lejos del glamour, de la delgadez, de la juventud, de la belleza en sí misma como la entendemos desde hace tiempo. Lejos de la apariencia de las cosas exhibibles que nos satisfacen, una imagen que no nos redime, como no nos redime la imagen de “Saturno devorando a sus hijos”, o “Los fusilamientos del 3 de mayo”, aunque en un sentido mucho más íntimo y sutil, porque nos toca en nuestra oculta y pequeña vergüenza de lo que somos y no queremos ser.
Un hilo une dos imágenes diferentes, dos historias diferentes y dos tiempos diferentes. Habrá que ver si como Goya, Billingham nos lleva de la mano a ver lo que antes era invisible, a escuchar lo que antes era ruido y a encontrar belleza donde antes sólo veíamos caos.
martes, 1 de febrero de 2011
RYAN WOODWARD
Algo que tiene de bueno la industria comercial es que te exige eficiencia, te enseña a exprimir tus habilidadees porque generalmente no hay mucho tiempo para desarrollar los proyectos, porque te mantiene al día, porque te pone en contacto con el sentir de la gente.
Pero es delicioso cuando alguien curtido en el mercado produce algo íntimo y personal, porque tiene esa escasa combinación de ser hermosamente anónimo.
Pero es delicioso cuando alguien curtido en el mercado produce algo íntimo y personal, porque tiene esa escasa combinación de ser hermosamente anónimo.
viernes, 21 de enero de 2011
Si uno pintara...
A propósito de la obra de Jenny Saville.
Si escribiera poesía quisiera que se viera así. Sabe quien ha pintado que cuando uno ve pinturas se hace esa preguta íntima ¿podría hacerlo? a veces la respuesta es sí, otras veces nos quedamos humillados ante la maestría técnica. Sólo unas pocas veces ves algo y dices... si pintara, pintaría así. Carajooooooooo.
Se requiere de cierta pericia para hacer que ésto se vuelva una delicia. Nos sentimos algo Lécter. Gracias Jenny.
Si escribiera poesía quisiera que se viera así. Sabe quien ha pintado que cuando uno ve pinturas se hace esa preguta íntima ¿podría hacerlo? a veces la respuesta es sí, otras veces nos quedamos humillados ante la maestría técnica. Sólo unas pocas veces ves algo y dices... si pintara, pintaría así. Carajooooooooo.
Se requiere de cierta pericia para hacer que ésto se vuelva una delicia. Nos sentimos algo Lécter. Gracias Jenny.
lunes, 10 de enero de 2011
El otro lado de la vitrina
A propósito del trabajo de Richard Billingham, fotógrafo británico que logró notoriedad retratando a su extrañamente corriente familia. Al principio uno no logra deshacerse del fastidio de ver imágenes a las que se les siente el aire pesado de una casa oscura y sin mucha ventilación, donde conviven, o mejor, soportan su existencia sus padres, compartiendo más malos que buenos momentos. No puede uno evitar imaginarse a esos dos señores, unos 30 años atrás, inundados de vanidad en la bohemia historia de la rebeldía.
Se me vienen las imágenes de los dos, ella mucho más delgada, con el cabello más largo y con sus brazos generosamente tatuados, seguramente una imagen poderosa para un joven alto y rubio, al que se le ve tan bien el cigarrillo colgando de su labio inferior. No conozco la historia, no sé si se casaron, a lo mejor simplemente compartieron vidas después de un inesperado embarazo. Y la verdad no importa, ese es el poder de las imágenes, que te permiten construir el resto de la historia, te dejan hacer uso del derecho de equivocarte inventándolas.
Hoy se encuentran a través de la descarnada lente de su hijo en el espacio que construyeron, sin querer, sin imaginarse, sin soñar, un espacio evasivo donde más que vivir se huye de la vida, que apesta a quejas y a reclamos, en la miope existencia de los dos. Más cojones, más visión la que tiene Billingham de exhibir su propia historia, la intimidad familiar que casi siempre nos sonroja, o las ganas de volverlos bufones de sus imágenes, burla o admiración, quién sabe. Lo único cierto es que el retrato descarnado, sincero y maloliente de una existencia sin ninguna gracia se ha convertido en un objeto estético. Los papeles de colgadura viejos, las alfombras añejas, el desaseo, el gato sobre la cama, sobre la comida, las botellas a medio acabar, los ceniceros llenos. La discusión, la eterna ebriedad, la fealdad. La galería, la revista de arte, el crítico, la exhibición, los comentarios eruditos, el análisis. Ya dirá Billingham cuando ve a su papá borracho sentado abrazando la taza del sanitario en una imagen impresa en alta resolución, enmarcada impecablemente y colgada en una inmaculada galería, o en un museo de arte moderno: sabía que iba a sacar a mi papá de esa pocilga. Esa pocilga que es la vida real, que todos vemos cuando nos levantamos y abrimos los ojos, porque simplemente no nos despertamos en medio de las paredes blancas de un museo, nos despertamos en medio de nuestras pequeñas miserias.
Cerramos los ojos y nos imaginamos que todo sigue igual, que ese joven rubio con su cigarro blanco no se ha convertido en un alcohólico, y que nuestros brazos no han crecido hasta medir lo que medían nuestras piernas, que seguimos tan bellos y tan inmunes. Algo ha de estar pasando con las imágenes que exhibimos, que llega el momento en el que los modelos que antes aparecían en los afiches, ahora observan curiosos con un vaso de whisky en la mano el visionario trabajo de este fotógrafo transgresor con una fuerte subversión conceptual estética, que lo único que ha hecho es mostrar la vida tal y como es. La vitrina sigue ahí, sólo que ahora el observador se convierte en observado. Qué delicia.
The Lost Tribes of New York City
Les comparto este video, realizado por londonsquared, por el simple gusto de verlo. La ciudad es una materia prima inagotable para un observador atento. Deconstruir el paisaje, mezclarlo y redefinirlo.
The Lost Tribes of New York City from Carolyn London on Vimeo.
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