
A diferencia de la mayoría de sus cuadros, comprometidos con diversos temas, desde las prostitutas de los bares de Medellín hasta los abusos de los militares gringos en Abu Ghraib, las esculturas de Fernando Botero no parecen tener más pretensión que estar ahí, con su gran presencia, en la calle, a la mano.
Parece suficiente su contundente tridimensionalidad para no ser ignoradas. Son todo forma, hacen un homenaje a sí mismas dictando cátedra de curvas, posando siempre orgullosas de ser quienes son, la forma como el fin último de la obra. En las esculturas no están las minifaldas baratas, ni los borrachos fumadores de sus cuadros, no hay pobreza ni imperfección, hay sólo belleza estética, miradas altivas y poses perfectas, referencias a los clásicos, diosas glamorosas y héroes mitológicos, guerreros espartanos, caballos impetuosos.
Los objetos representados son meras disculpas para darle forma a la belleza que ellos mismos representan. Se pueden leer, pero es una lectura entre líneas. Esa lectura, sutil y tangencial, de estudios académicos, tan estética ella, tan filosófica, se acabó de pronto una noche cualquiera…
En el parque de San Antonio, en pleno centro de Medellín, se ubican una serie de esculturas que rodean el gran rectángulo, sus nombres, ignorados por casi todo el mundo, no dicen mucho más que sus mismas apariencias: torso de hombre, mujer recostada, pájaro…
El pájaro, nombre que Fernando Botero le dio originalmente a la escultura dispuesta al costado oriental del parque, refleja la intención primera del artista con su obra: servir a un fin estético, sin mayores pretensiones temáticas. La forma es primordial en esta obra, el tratamiento del cuerpo inflado del animal responde a las formas abundantes, llenas, que celebran la generosidad, la vida, la belleza en sí misma.
Los artistas impresionistas, buscando la fuerza expresiva de la luz y del color, salen a las calles y a los campos a buscar imágenes para reproducir su estilo. Así el paisaje, el puente, el sembradío de trigo, solo son importantes en tanto son bellos, no por su significado.
Es el caso que se da con las esculturas de Fernando Botero, son objetos creados para la contemplación, no tanto para la reflexión, tienen un papel de embellecer el entorno en el que se ubican, en este caso llenar de arte una plaza pública.
Todo este entorno, el significado y la historia de la obra “Pájaro”, cambia una noche de 1995 cuando una bomba hace explosión justo en el vientre de la escultura en medio de una fiesta popular, matando a 23 personas y dejando otro tanto de heridos.
En el contexto del Medellín de 1995, este hecho no sólo no representa un hecho aislado, sino que se encaminaba a sufrir el proceso aséptico al que se vieron expuestos todos los lugares en donde ocurría un atentado terrorista. Limpieza, reconstrucción y la eliminación de cualquier huella o marca del hecho.
Después de la consabida vergüenza con el maestro Botero, se veía venir el retiro de los restos de la obra y su posterior destrucción, tal como era costumbre en este tipo de sucesos. Esto convertía a Medellín en unan ciudad sin memoria, una ciudad acostumbrada a sus tragedias, que voltea la mirada, que se niega a sí misma, que no parece aprender. Es una historia que se hereda de una ciudad que se ha construido desde la destrucción de su memoria, desde levantar edificios nuevos sobre la historia de sí misma, desapareciéndola, borrando toda huella.
La decisión de Fernando Botero de no retirar la obra víctima del atentado constituye no sólo un raro caso de la conservación de la memoria de un hecho importante para la ciudad, sino que redefinió la obra misma, dándole un fuertísimo carácter social e histórico, ganándose el lugar de ícono que representa la violencia que marcó la época de un pueblo.
Aquí la obra de arte adquiere un carácter diferente al que su creador le dio al principio, por una extraña intervención externa.
Una escultura que se ubica en un espacio público es una obra viva, que se transforma, que tiene una gran interacción con el entorno, con las personas que habitan los lugares. Una escultura que se pone en la mitad de un parque es una obra con la que las personas interactúan, más en el caso de Fernando Botero, que las ubica en pedestales bajos, a escala humana, pensados para que las personas puedan tocar las esculturas, y no para ser vistos desde abajo. Las obras se transforman, porque las personas dejan huellas en ellas, al acariciarlas, al marcar su nombre sobre el metal con unas llaves, al sufrir los embates del clima, incluso, como en el caso de la escultura abstracta ubicada a un extremo del mismo parque San Antonio, al deteriorarse con la acción de ácido úrico que dejan quienes no encuentran un mejor lugar para orinar. Una obra en el espacio público es de la gente, deja de ser creación del artista para convertirse en una obra en constante evolución, que cambia tanto de apariencia como de nombre. La “Gorda de Botero” referente indiscutible en el centro, nació con el nombre de “Torso femenino” y estaba totalmente lustrada, sin las huellas de las caricias de quienes la convirtieron en un fetiche de suerte, o que simplemente disfrutan tocándole las nalgas y la rayita.
Pájaro dejo de llamarse así para convertirse en “Pájaro herido” y se convirtió en el símbolo de la violencia que azotó a Medellín y que resume toda una época.
La obra grafica magistralmente las dos caras que siempre se han pugnado en los medios nacionales e internacionales la imagen de Medellín: Su cara Creativa, positiva, amable, de gente que construye y quiere la paz, representada por la obra de su mayor representante en el mundo del arte, y la violencia que ha ido demarcando su historia, y que amenaza con acallar ese lado bueno, con su ruido y con su fuerza destructiva. Esa pugna se resumió real y simbólicamente esa noche, en la que literalmente una se fue contra la otra. La batalla parecía ganada por el lado oscuro de la ciudad, dejando los restos tristes del casi desarmado pájaro. Un golpe de suerte y el calibre del metal con que fue construida, evitaron que la estructura volara por los aires desintegrada, y se quedara en su lugar, herida de muerte, pero más viva que nunca.
Nacía uno de los símbolos de una violencia que nos define y nos acompaña, nacía un monumento a la memoria, bastante literal, como nos gusta a nosotros, en letras grandes con titulares rojos, sin juegos metafóricos, sin la reconstrucción simbólica de la violencia, aparece incómodo para nuestra arraigada amnesia tal cual ocurrió, no permite que se le ignore, ni que se malinterprete su sentido, ahí está, tal cual la dejó una bomba, sin la transformación de nadie más que de nuestra propia historia, lamentando no la destrucción de unos kilos de bronce, sino de unas vidas que rezan su nombre en el pedestal de la destruida escultura.
El pájaro herido es el símbolo de nuestra violenta historia, y Fernando Botero interpretó el momento coyuntural y convirtió un nuevo “hecho que lamentar” en una llamada a tomar parte y no quedarse en la negación de lo que ocurre tratando de resanar y pintar nuestra historia. Dejar en su lugar la destruida escultura constituía un ancla en el tiempo y un llamado a no olvidar. Poner a su lado una nueva fue un reto a los hechos, fue convertir una derrota moral en una victoria histórica, y premonitoriamente, fue la mejor manera de contar la historia de una ciudad que por fin daba un paso para concebirse con sus múltiples facetas, que no quiere olvidar, ni negarse, que cuenta una historia para poderla cambiar.
Medellín es mojigata y vanidosa, no es del todo sincera y gran parte de su imaginario se construye sobre el mito paisa, machista y totalitario. Todavía negamos gran parte de lo que somos, pero definitivamente una situación en la que participaron dos grandes fuerzas de este pueblo, sirvió para que el arte marcara un referente que nos ayuda a entendernos, y nos heredó un símbolo con una fuerza difícil de igualar por la obra de ningún artista jamás.